viernes, 21 de marzo de 2014

Faustinin III

Dejemos las bragas de La Astorgana y retomemos la verídica historia de Faustinin y Rocio.
Tal y como decía más arriba, Rocío se instaló, sola, en el barrio marítimo del pueblo,  lo que le permitió dar largos  paseos por la orilla del mar,  pensando en qué hacer con su vida. El ejercicio y el aire marino del Atlántico le devolvieron buena parte de su antiguo semblante. Lola y sus amigas le instaban a que se alimentara mejor, que cambiara la dieta, que dejara  tanta verdurita y le diera al solomillo y dicho y hecho. A unas  manzanas de su caso existía una carnicería que, por el aspecto cuidado de su exterior, le pareció aconsejable para proveerse de viandas cárnicas. Entró un buen día en el establecimiento  y fue recibida con todo tipo de zalamerías y obsequiosidades por una señora fornida y fondona  que quebraba huesos y piezas de carne con un instrumento de considerables dimensiones y todo ello mientras no paraba de hablar y sin que se molestara en mirar hacia donde dirigía la cuchilla. Al lado de la carnicera, que respondía al nombre de Antonia, había un señor bajito con aspecto de marido,  de mirada huidiza y  semblante de resignado. Al otro lado estaba un joven cuya fisonomía era una síntesis de los que,  sin duda, eran sus progenitores: Antonia y el sometido.  El rostro del joven le resultó atractivo a nuestra Rocío: esa mezcla de arrogancia y timidez la conmovieron  profundamente y apenas supo que carnes pedir cuando Antonia le pregunto al respecto, circunstancia que la carnicera aprovechó para “colocarle” una pieza de solomillo, costillas de cordero, ternera para guisos y hasta unas piezas para ossobuco. La arrebolada Rocío hizo una tímida protesta referida más al peso del “pedido” y que en ese momento no se dirigía a casa que al importe de la factura y en ese instante “pasó un ángel” y ella no podía imaginar que   empezaba su felicidad.
Antonia casi le exigió la dirección de su domicilio y la hora en que su nueva clienta estaría en él, ya que su hijo, Faustinín, “aquí presente”, dijo, “se lo llevaría gustosamente”.  No podía imaginar la carnicera con cuanto gusto realizaría el encargo su vástago.
Llegado a este punto bueno será suspender el hilo de la narración e introducir (con perdón) algunas averiguaciones que mi amigo el fedatario había realizado sobre el tal Faustinin.
En la Notaría que regentaba mi amigo prestaba sus servicios un joven veinteañero, listo como un lince y con notorio bagaje jurídico (¿qué sería de los Notarios sin sus oficiales? Pues que tendría que trabajar, coño), algo rijosete para su edad, pícaro y simpático al que habían puesto el apodo de “Lagartete”.  El escribano sondeó a su subalterno sobre el asunto que era la comidilla del pueblo: la separación de Rocio  y el leonés de San Mamés (que no es lo mismo que los leones de San Mamés) y su correlato: la relación de la bella y Faustinin. Resultó que Lagartete había sido compañero de colegio del protagonista masculino de esta historia y ambos compartían su pasión por el futbol y jugaron en el mismo equipo por lo que en múltiples ocasiones habían compartido vestuario, duchas etc después del partido de dicho deporte. Total que los muchachos del equipo acordaron apodar a Faustinino como “el Mandinga”. El cartulario no me dio más explicaciones pero deduzco que la muchachada quería calificar con tal mote la generosidad viril con que la madre naturaleza había dotado a Faustinin.
Volvamos a nuestra historia. El  zagal se personó en casa de la que ya era su dama. Ella, nuestra Rocío,  invitó a Faustinín a pasar a su domicilio  y nada más se sabe sobre lo sucedido salvo que el mozo llegó a casa cuatro horas después de la prevista para la entrega del paquete (con perdón). A partir de ese día Rocío comenzó a comer  más carme que un regimiento de gauchos de la Pampa.  Frecuentaba  con asiduidad la carnicería de Antonia, la cual, al principio celebraba las visitas de Rocío que le proporcionaban pingües beneficios,  pero un día reparó en que Faustinin estaba  ausente, en la doble acepción del término: llegaba cada día más tarde a casa, su aspecto tornose algo macilento, por primera vez  desobedecía a su señora madre y, lo peor de todo, la clientela, las vecindonas, preguntaba a Antonia, con sorna y deje cachondo “¿dónde anda Faustinin que no se le ve mucho en la tienda últimamente? A lo que la carnicera respondía con pretendido desdén no exento  de orgullo materno: “por ahí anda “escingarriao””.


Permaneced atentos a la pantalla que mañana tendrá lugar la apoteosis final de la historia de Don Carnal y doña Cuaresma en versión gaditana

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