Dejemos las bragas de La Astorgana y retomemos la verídica
historia de Faustinin y Rocio.
Tal y como decía más arriba, Rocío se instaló, sola, en el
barrio marítimo del pueblo, lo que le
permitió dar largos paseos por la orilla
del mar, pensando en qué hacer con su
vida. El ejercicio y el aire marino del Atlántico le devolvieron buena parte de
su antiguo semblante. Lola y sus amigas le instaban a que se alimentara mejor,
que cambiara la dieta, que dejara tanta
verdurita y le diera al solomillo y dicho y hecho. A unas manzanas de su caso existía una carnicería
que, por el aspecto cuidado de su exterior, le pareció aconsejable para
proveerse de viandas cárnicas. Entró un buen día en el establecimiento y fue recibida con todo tipo de zalamerías y
obsequiosidades por una señora fornida y fondona que quebraba huesos y piezas de carne con un
instrumento de considerables dimensiones y todo ello mientras no paraba de
hablar y sin que se molestara en mirar hacia donde dirigía la cuchilla. Al lado
de la carnicera, que respondía al nombre de Antonia, había un señor bajito con
aspecto de marido, de mirada huidiza
y semblante de resignado. Al otro lado
estaba un joven cuya fisonomía era una síntesis de los que, sin duda, eran sus progenitores: Antonia y el
sometido. El rostro del joven le resultó
atractivo a nuestra Rocío: esa mezcla de arrogancia y timidez la
conmovieron profundamente y apenas supo
que carnes pedir cuando Antonia le pregunto al respecto, circunstancia que la
carnicera aprovechó para “colocarle” una pieza de solomillo, costillas de
cordero, ternera para guisos y hasta unas piezas para ossobuco. La arrebolada
Rocío hizo una tímida protesta referida más al peso del “pedido” y que en ese
momento no se dirigía a casa que al importe de la factura y en ese instante
“pasó un ángel” y ella no podía imaginar que
empezaba su felicidad.
Antonia casi le exigió la dirección de su domicilio y la
hora en que su nueva clienta estaría en él, ya que su hijo, Faustinín, “aquí
presente”, dijo, “se lo llevaría gustosamente”.
No podía imaginar la carnicera con cuanto gusto realizaría el encargo su
vástago.
Llegado a este punto bueno será suspender el hilo de la
narración e introducir (con perdón) algunas averiguaciones que mi amigo el
fedatario había realizado sobre el tal Faustinin.
En la Notaría que regentaba mi amigo prestaba sus servicios
un joven veinteañero, listo como un lince y con notorio bagaje jurídico (¿qué
sería de los Notarios sin sus oficiales? Pues que tendría que trabajar, coño),
algo rijosete para su edad, pícaro y simpático al que habían puesto el apodo de
“Lagartete”. El escribano sondeó a su
subalterno sobre el asunto que era la comidilla del pueblo: la separación de
Rocio y el leonés de San Mamés (que no
es lo mismo que los leones de San Mamés) y su correlato: la relación de la
bella y Faustinin. Resultó que Lagartete había sido compañero de colegio del
protagonista masculino de esta historia y ambos compartían su pasión por el
futbol y jugaron en el mismo equipo por lo que en múltiples ocasiones habían compartido
vestuario, duchas etc después del partido de dicho deporte. Total que los
muchachos del equipo acordaron apodar a Faustinino como “el Mandinga”. El
cartulario no me dio más explicaciones pero deduzco que la muchachada quería
calificar con tal mote la generosidad viril con que la madre naturaleza había
dotado a Faustinin.
Volvamos a nuestra historia. El zagal se personó en casa de la que ya era su
dama. Ella, nuestra Rocío, invitó a
Faustinín a pasar a su domicilio y nada
más se sabe sobre lo sucedido salvo que el mozo llegó a casa cuatro horas
después de la prevista para la entrega del paquete (con perdón). A partir de
ese día Rocío comenzó a comer más carme
que un regimiento de gauchos de la Pampa.
Frecuentaba con asiduidad la
carnicería de Antonia, la cual, al principio celebraba las visitas de Rocío que
le proporcionaban pingües beneficios, pero un día reparó en que Faustinin estaba ausente, en la doble acepción del término:
llegaba cada día más tarde a casa, su aspecto tornose algo macilento, por
primera vez desobedecía a su señora
madre y, lo peor de todo, la clientela, las vecindonas, preguntaba a Antonia,
con sorna y deje cachondo “¿dónde anda Faustinin que no se le ve mucho en la
tienda últimamente? A lo que la carnicera respondía con pretendido desdén no
exento de orgullo materno: “por ahí anda
“escingarriao””.
Permaneced atentos a la pantalla que mañana tendrá lugar la
apoteosis final de la historia de Don Carnal y doña Cuaresma en versión
gaditana
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