He andado estas últimas semanas
lejos de la ciudad en que resido desde hace décadas y que fue llamada por un genio
de la literatura -que falleció el día que se celebra a un santo que nunca
existió- “archivo de cortesía”. Tal expresión carece hoy de justificación ya
que junto a gentes sensatas, inteligentes, respetuosas con las ideas de los
demás etc conviven crédulos de toda laya y condición, mendaces, estultos,
filofascistas, apesebrados huérfanos de
principios éticos o simplemente deontológicos etc en índices, por metro
cuadrado, difícilmente superables a lo largo de la historia.
En mi viaje he propiciado, en toda
clase de ambientes, que las gentes se pronunciaran sobre lo que algunos ágrafos
llaman “el problema catalán”. Salvo en reuniones con gentes politizadas y de
notable nivel cultural y profesional no obtuve respuesta a mis provocaciones:
como si les hablara del importante problema teológico que en su día supuso el
determinar cuántos ángeles caben en la punta de un alfiler. No me detendré hoy
en comentar que hay detrás de esa falta de interés por un asunto que para
algunos el principal problema de España
(con perdón), de la Unión Europea y del universo mundo.
Entre las gentes más cultivadas me
reclamaban anécdotas de personajes con la Srª Rahola (tuve que emplearme a
fondo para convencerles que la señora en cuestión dicta mucho de ser arquetipo,
ni físico, ni intelectual ni nada de nada, de la mujer de estas tierras) “Garbancito”
Homs, el sesudo historiador Sobrequés, Millet, el del Palau, los Pujol, el
primo Prenafeta, el “divino calvo” Durán –muy celebrado por mis contertulios-
etc Volveré otro días sobre esas
tertulias. Hoy quiero traer aquí una historia que uno de mis anfitriones,
Notario él, me contó en una cena.
El fedatario que me honra con su
amistad es hombre ilustrado, sagaz observador y tras su máscara de funcionario
de arancel – condición que parece llevar aparejada la aflicción más profunda-
esconde un finísimo sentido del humor, y cual Alfonso Canales con C.J. Cela, me
dio cuenta de esta historia que espero
recoger con la mayor exactitud si bien me será imposible reproducir el gracejo
con la que mi estimado cartulario me la narró.
Aprobadas las Oposiciones, mi
amigo el escribano fue destinado a un bello pueblo de la Andalucía Occidental,
lejos por tanto de la famosa ciudad de Archidona. Una vez instalado y tomado
contacto con las fuerzas vivas locales le llegaron los ecos de una historia que
estaba aconteciendo en aquellos momentos y se propuso conocer más detalles. En
efecto, resulta que en la referida ciudad innombrada se había celebrado meses
atrás la boda de una moza de casa bien con un Oficial del Registro de la
Propiedad procedente de León o Valladolid, no se sabe muy bien, sin que tal dato biográfico de nuestro hombre
tuviera incidencia alguna en el decurso
de los hechos que ahora se cuentan. Y lo mismo cabe afirmar sobre su carácter
ya que si bien no era precisamente “la alegría de la huerta” no creemos, ni el
Notario y yo mismo, que eso guarde relación con el lugar de nacimiento del “nota”
en cuestión.
Rocío, que así se llamaba la
doncella, era mujer de elevada estatura para lo que es normal en la zona, de ojos
negros y expresivos, tal vez algo saltones al decir de mi amigo el tabelión. El
pelo largo y azabache, la piel amelocotonada. Caminaba con donaire con dos
piernas que se adivinaban rotundas, columnares. Pero sin duda lo que llamaba, sobre todo, la atención del personal masculino
y la envidia del femenino eran las protuberancias o prominencias pectorales de
nuestra Rocio.
Sabido es que los catetos
establecen una relación causal entre las dimensiones del pecho femenino y la
fogosidad de la mujer, sin que hasta la fecha se haya acreditado
científicamente dicha circunstancia aunque en el caso que nos ocupa la tesis
catetil parece verse confirmada por lo que se dirá más adelante.
Como es tarde, dejo el cuento para
mañana.
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