domingo, 9 de octubre de 2011
Izquierda e identidad
El historiador británico Eric Hobsbawn escribió en los años 80 del pasado siglo un artículo del que extraigo los siguientes párrafos:
"Así pues, ¿qué tiene que ver la política de la identidad con la izquierda?
Permítanme decir con firmeza lo que no debería ser preciso
repetir. El proyecto político de la izquierda es universalista: se dirige
a todos los seres humanos. Como quiera que interpretemos las
palabras, no se trata de libertad para los accionistas o para los negros,
sino para todo el mundo. No se trata de igualdad para los
miembros del Club Garrick o para los discapacitados, sino para cualquiera.
No se trata de fraternidad únicamente para los ex alumnos
del Eton College o para los gays, sino para todos los seres humanos.
Y, básicamente, la política de la identidad no se dirige a todo el
mundo sino sólo a los miembros de un grupo específico. Algo perfectamente
evidente en el caso de los movimientos étnicos o nacionalistas.
El nacionalismo sionista judío, simpaticemos o no con él, se
centra exclusivamente en los judíos, y cuelga, o más bien bombardea,
al resto. Todos los nacionalismos son exclusivistas. La afirmación
nacionalista que sostiene que lo que se defiende es el derecho
a la autodeterminación para todo el mundo es engañosa.
Por esa razón, la izquierda no puede basarse en la política de la
identidad. Los temas que la ocupan son más amplios. Para la izquierda,
Irlanda ha sido, históricamente, uno, pero tan sólo uno, entre
los numerosos grupos de seres humanos explotados, oprimidos
y castigados por los que ha luchado. Para un nacionalismo como el
del IRA, la izquierda sólo ha sido, y continúa siendo, un posible aliado
en la lucha por alcanzar sus objetivos en situaciones determinadas.
En otras, estuvo dispuesto a ofrecer su apoyo a Hitler, como de
hecho hicieron algunos de sus líderes durante la Segunda Guerra
Mundial. Y esto es válido para cualquier grupo que haga de la política
de la identidad, étnica o de otro tipo, su fundamento.
Ahora bien, la mayor amplitud de los temas que ocupan a la izquierda
implica, desde luego, el apoyo por parte de ésta a muchos grupos
de identidad, por lo menos en algunos momentos, y que estos últimos,
a su vez, acudan a la izquierda. De hecho, algunas de estas
alianzas son tan antiguas y tan íntimas que la izquierda se sorprende
cuando tocan a su fin, tal y como la gente se sorprende cuando los
matrimonios se rompen después de toda una vida. En los Estados
Unidos parece casi contra natura que los «grupos étnicos» –es decir,
los grupos que provienen de la inmigración masiva y pobre y sus
descendientes– ya no voten de forma prácticamente automática al
Partido Demócrata. Parece casi increíble que un afroamericano pueda
llegar a considerar la idea de presentarse como candidato a la presidencia
de los Estados Unidos por los republicanos (pienso en Colin
Powell). Y, sin embargo, el interés común por el Partido Demócrata
de los irlandeses, los italianos, los judíos y los afroamericanos no se
derivaba de sus etnicidades particulares, aunque los políticos realistas
las respetaran. Lo que les unía era el hambre de igualdad y justicia
social, y un programa capaz de promoverlas de forma creíble.
El interés común
Pero es esto precisamente lo que tanta gente de la izquierda olvida,
a medida que se sumerge en las aguas profundas de la política de la
identidad. Desde la década de 1970, ha habido una tendencia, una
tendencia creciente, a ver la izquierda esencialmente como una coalición
de grupos e intereses minoritarios: de raza, género, preferencia
sexual u otras preferencias culturales y estilos de vida, e incluso
de minorías económicas como la que ahora constituye la vieja clase
obrera industrial empleada en los trabajos más penosos y descualificados.
Una tendencia muy comprensible, pero peligrosa, y
más en la medida en que conquistar mayorías no equivale a sumar
minorías.
En primer lugar, permítanme insistir: los grupos de identidad sólo
tratan de sí mismos y para sí mismos, y nadie más entra en el juego.
Una coalición de tales grupos que no cimente su unidad en un único
conjunto de objetivos o valores comunes, sólo posee una unidad
ad hoc, bastante semejante a la de los Estados que se alían temporalmente
en tiempos de guerra contra un enemigo común. Se separan
cuando ya no tienen necesidad de estar juntos. En cualquier
caso, como grupos de identidad, no tienen un compromiso con la
izquierda como tal, sino que se limitan a obtener apoyos para sus
propios objetivos siempre que pueden. Pensamos en la emancipación
de las mujeres como una causa íntimamente asociada a la izquierda,
como lo ha sido sin duda desde el origen del socialismo,
antes incluso de Marx y Engels. Sin embargo, históricamente, el movimiento
sufragista británico anterior a 1914 era un movimiento de
los tres partidos, y la primera mujer que llegó a ser miembro del parlamento
pertenecía, como sabemos, al Partido Conservador9.
En segundo lugar, con independencia de su retórica, los verdaderos
movimientos y organizaciones de la política de la identidad sólo
movilizan a las minorías, por lo menos hasta que obtienen el poder
de la ley y la fuerza. Puede que el sentimiento nacional sea universal,
pero, según mi leal saber y entender, en los Estados democráticos
ningún partido nacionalista secesionista ha obtenido hasta ahora
los votos de la mayoría de su circunscripción electoral (aunque el
pasado otoño los québecois casi lo consiguen, pero en esta ocasión
los nacionalistas tuvieron cuidado de no exigir la secesión total con
esas mismas palabras). No estoy diciendo que no pueda o no vaya
a ocurrir, lo único que digo es que, hasta ahora, la forma más segura
de conseguir la independencia nacional mediante la secesión ha
consistido en no pedirle a la gente que vote a favor de ésta hasta que
no haya sido conquistada previamente por otros medios.
Lo cual nos proporciona, por cierto, dos razones pragmáticas para
estar en contra de la política de la identidad. Sin esa coacción o presión
exterior, en condiciones normales, esta política prácticamente
nunca moviliza más que a una minoría, incluso del grupo al que se
dirige. Por esta razón, los intentos de constituir partidos políticos exclusivamente
de mujeres no han resultado un medio muy eficaz para
movilizar el voto de las mismas. La otra razón es que obligar a las
personas a asumir una identidad, y sólo una, hace que éstas se dividan
entre sí y, por tanto, aísla a las minorías.
Por consiguiente, someter un movimiento general a las exigencias
específicas de los grupos de presión minoritarios, que ni siquiera
pertenecen necesariamente al área de influencia del movimiento, es
buscarse complicaciones. Esto resulta mucho más evidente en el
caso de los Estados Unidos, donde la violenta reacción contra la discriminación
positiva a favor de minorías particulares y contra los excesos
del multiculturalismo es ahora muy fuerte; pero el problema
también existe aquí.
Hoy en día, tanto la derecha como la izquierda tienen que cargar con
la política de la identidad. Desafortunadamente, el peligro de desintegrarse
en una mera alianza de minorías es extraordinariamente grande
en la izquierda, porque el ocaso de los grandes eslóganes universalistas
de la Ilustración, eslóganes que pertenecían esencialmente a
la izquierda, la ha dejado sin recursos para formular de manera clara
un interés común que atraviese las fronteras sectoriales. El único entre
los denominados «nuevos movimientos sociales» que traspasa todas
estas fronteras es el ecologista. Pero, desgraciadamente, su atractivo
político es limitado y probablemente seguirá siéndolo.
No obstante, existe una forma de política de la identidad de alcance
realmente global, en la medida en que está basada en una reivindicación
común, por lo menos dentro de los confines de un mismo Estado:
el nacionalismo ciudadano. Visto desde una perspectiva global,
puede que sea lo contrario a una reivindicación universal, pero visto
desde la perspectiva del Estado nacional, que es donde la mayoría de
nosotros todavía vivimos, y probablemente continuaremos viviendo,
proporciona una identidad común o, según la expresión de Benedict
Anderson, «una comunidad imaginada» no menos real por ser imaginada.
La derecha, especialmente la derecha en el gobierno, siempre
ha pretendido monopolizar esto, y, por regla general, todavía puede
manipularlo. Incluso el thatcherismo, el sepulturero del «conservadurismo
de toda una nación», lo hizo. Incluso su sucesor espectral y moribundo,
el gobierno de Major, tiene la esperanza de evitar la derrota
electoral acusando a sus adversarios de antipatrióticos.
¿Por qué, entonces, le resulta tan difícil a la izquierda, y sin duda a
la izquierda de los países de habla inglesa, verse a sí misma como
representante de toda la nación? (Aquí evidentemente me refiero a
la nación como comunidad de individuos de un país, no como entidad
étnica.) ¿Por qué le ha sido tan difícil siquiera intentarlo? Después
de todo, los orígenes de la izquierda europea se remontan al
momento en el que una clase, o una alianza de clases, el Tercer Estado
de los Estados Generales franceses de 1789, decidió declararse
a sí misma «la nación», contra la minoría de la clase gobernante,
creando así el concepto mismo de «nación» política. Después de
todo, incluso Marx preveía una transformación de este tipo en El
Manifiesto Comunista10. De hecho, podríamos ir más lejos. Todd Gitlin,
uno de los mejores observadores de la izquierda estadounidense,
lo expresa dramáticamente en su nuevo libro, The Twilight of
Common Dreams: «¿Qué es una izquierda si no es, por lo menos de
un modo que resulte verosímil, la voz de todo el pueblo?... Si no hay
un pueblo, sino sólo pueblos, no hay izquierda»."
Excelente análisis, a mi juicio. Sin duda mucho más riguroso del que hacen al respecto los izquierdistas de salón que tanto abundan. Volveré sobre el asunto
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